Mi boca no se despega de la esperanza. Mi andar sigue transitando las esquinas donde cazo sueños o duermo intenciones. Las casas de fachada blanca se degüellan y sangran el celeste que recorre hasta la acera de nuestros miedos. El olor a humedad te intoxica, se come libros, se limpia de sudores en tu mirada; las palmeras chocan con el cielo y amanece San Francisco de Quito frente a todas las maldiciones vertidas en él.
Soy quiteña, como quiteña que se enrosca en la ermitaña soledad de los monumentos que las polillas devoran, en el despiadado encanto de las Siete Cruces de la García Moreno.
Anestesiada en la oscuridad de nuestros sueños, la única verdad que me consuela es el ritmo inútil al que se muere esta ciudad.
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