sábado, agosto 05, 2006

¡Ay de mi luz lateral!

Quienes no saben de Pablo Palacio (25 de enero de 1906- 7 enero de 1947)... no los culpo. No tiene mucha difusión en ninguna parte, peor en su tierra... Pero en breves digo que fue un genial escritor ecuatoriano, nacido en el sur de mi país, en Loxa (Loja)...
Este año se cumplen cien años de su nacimiento... y se me ocurrió escribirle para hacerle llegar mi más alto sentimiento de consideración y estima.. (jaja... alguien me sabrá entender)
Lo interesante es que por ahí, leyendo su obra completa, me encontré con que en una de las cartas que escribió, mencionaba una próxima publicación con el título "Ojeras de Virgen"... lo simpático de mi historia es que nunca llegó a escribirse.
Así que, sin mucho que hacer, me dediqué a ponerme en los zapatos de la virgen con ojeras... Y así es como nació mi carta... Con antecedentes de Sal y Mileto, con apoyo de la empresa eléctrica... con ayudas de Adriana, con la mano de Dayana y de Octavio Ramírez... (quienes saben de Pablo, entienden que Octavio era el personaje de su cuento "Un hombre muerto a puntapiés")
El título de la entrada hace memoria al título que le dieron a mi carta en un concurso a nivel del Distrito Metropolitano de Quito... tenía que escribir un ensayo, pero hice esto... y como nadie me contó que era necesario que el "ensayo" tuviese título... por ahí me dieron una mano y no fui descalificada, sino todo lo contrario...
Pablo Palacio y yo salimos y ganando...

Enferma de gracias, locamente aullando...
Belén por tercera vez en el día
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Kito kon k, 19 de mayo del 2006... a cien años de vos, Pablo.
¡AY DE MI LUZ LATERAL!
¿Yo? Yo tengo dos nacimientos y eso supone doble muerte. Y no, no soy la única y doble mujer, soy otra. Sí Pablo, soy a quien no diste nombre, a quien no alcanzaste a parir.
Soy tu personaje, Pablo, y quiero hablarte.

De ti nací, padre, y a ti vuelvo en estos cien años de búsqueda melancólica y turbia.

25 de enero de 1906, todos vinimos contigo a esa tierra que quizá un día negarías, a la que llamaron otros que estuvieron antes: Loja.

Un día jugábamos ¿no, Pablo? Los burgueses, Andrés, Ana, Débora, Z, Santiago, Adriana, el teniente y yo… ¡ah, y Antonio!. Nunca te habías mirado tanto en el agua Pablito, quizá por eso quisiste unirnos a todos con ella, reunir la sangre de la tierra para conmemorar 77 heridas que luego tú llamarías “el sitio por donde te entró la inteligencia”.

Fuimos tan parecidos todos nosotros… vos huérfano de padre, nosotros solo te teníamos a ti, estábamos en tus ideas, éramos entes apartados de la carne que habitábamos tus letras. Nos dejaste vivir y a muchos diste una vida eterna.

En tu infinita demencia de poeta, ahí me tenías, recostada entre los últimos retratos que alguna vez creaste. Ahí, en el vientre de tu memoria, ahí reposé años nombrando alguno que otro error de ortografía.

¿Por qué, Pablo? ¿Por qué no me pariste? Yo cumplía con tus intenciones, yo fui discípula de Débora y Ana me enseñaba a montar en bicicleta. Fui testigo única de una muerte patética a puntapiés.
Preparada me tenías, centenario es ya desde que nací contigo, centenares de luchas que enredamos juntos en papeles.

El enfoque desesperado por hallarnos un hogar. Pablo, tú supiste adoptarnos a nosotros, los monstruos salidos de un siquiátrico, de un manicomio, de un error en la vida, de una maldita sensación de acostumbrarse a ser humanos aun cuando todo esto significaba la muerte certera, sufrimiento.
Te hiciste cargo de nosotros, los estorbos temibles en un Quito sin cielo ni nombre. Nos hablabas de frente, nos abrazabas, nos burlabas entre comas y citas textuales. Aaaalaaargaaabaaas palabras, complacías a tu mente.
Muchos nos tildan de personajes demenciales, de ser seres no deseados; pero ellos nos saben que la locura no fuimos nosotros sino tú que nos cuidabas.

Esos conflictos sicológicos que te atacaban, Pablo. Ese aperitivo de patología literaria. Nos hallaste antropófagos, nos hallaste siamesas, asesinos, muertos, provincianos, militares.
Comimos pollo frito, Pablo.
Te acompañamos como especimenes incomprendidos en alguna sicología malinterpretada.

Un libro, Pablo, historia que recopilaste haciéndonos saltar con atetosis desenfrenada. Ahí, en un libro nos reuniste, reuniste las realidades, las únicas vidas que pudimos tener nosotros, los relegados, los apartados, los no deseados.

Un vaivén, Pablo, eso era ser pieza de tu mente. Un ir y venir de líneas que luego desfigurabas en páginas y concluían en memorias.

Los duplicaste tantas veces que hoy siento envidia de jamás haber sido tus letras.

Nos diste voz, nos hiciste visibles y reales para esos ojos que no nos querían ver, que nos ignoraron durante siglos.
Ah Pablo, no sé porque me empeño tanto en aparecer con un “nosotros” cuando solo fueron ellos, los pocos, quienes te vieron en verdad con los ojos de los vivos.

¿Pablo? ¿Me escuchas? Soy yo, esa que nunca conociste pero siempre quisiste, soy la que vio contigo por vez primera la ciudad de Quito, de los mil demonios y un cielo.
Una metáfora, una idea inconclusa: las ojeras de virgen que me sembraste aún nadie las cosecha.
El frío, el río que nos trajo de vuelta a la vida, el mismo que nos escupió.
¡Ay Pablo! Tu y el realismo abierto, la innovación de mis hermanos en la boca de los críticos: nos gritaban peligrosos, bestias, engendros de la noche, ejemplos del error.
Tú no nos marginaste sino que nos estimabas con el mismo afecto que puede sentir un cuchillo por la piel a la que ha agredido. Y es que nuestra sangre, Pablo, era la misma.

¿Sabes? Ahora quiero dedicarles un poco de palabras a esos que te violarán el correo y terminarán burlándose de mi pobre afán por encontrarte.

Señores, señoras…
Ustedes dicen que mi Pablo, este nuestro Pablo, dicen que fue un escritor. Y yo no niego señores, que mi Pablo haya escrito versiones infinitas de cuerpos callados y mansos. Pero entiendan algo: nosotros nos valíamos de sus manos para asomar la cara tras el telón oscuro del olvido y la indiferencia. ¿Cómo sino, aparecimos en sus mentes, cuando leyeron los libros que editoriales, años más tarde de la muerte de Pablo, publicaron?
Lean a mis hermanas, las más queridas, lean a “La doble y única mujer” y noten que no es Pablo quien escribe, sino ellas.
¿Por qué se asustan de conocer ahora el secreto de nuestra existencia? ¿Es que acaso no era lo mismo escribir nosotros que pedirle a Pablo que lo hiciera?
De todas formas, como “personajes” o como individuos, éramos igualmente discriminados y marginados.
No todos los burgueses iban a adorarnos, no todos iban a respetar a Andrés en sus discursos, ni tampoco todos los tenientes iban a enloquecer por Débora… ¡mi guapa Débora!

Ay Pablo, que bien me siento de decirles aunque sea a medias, un par de cosas que me tenía guardadas. Estos intelectuales de hoy no iban a dar nunca con nuestra verdad ¿o sí? Yo tenía mis dudas, padre, por eso me adelanté a los estudios y preferí recitar con mi delirio lo poco que sé cómo expresar.

¡Ay Pablo, cómo me duele ser solo esto!
De una u otra forma, Débora salió y fue, aunque no lo hayan descubierto, tu primera mujer y tu peor amante.
El joven Z ¡qué dicha verlo asediado por tantos cánceres! Los treponemas, los estafilococos, la irreligión, su anonimato. ¡Cuánto gozábamos probando su dolor a cucharadas!

Pablito, te menciono tanto a mis hermanos y es que los extraño.
¿Cómo está Débora? Hace mucho que la busco, pero ella escapó ya de los libros y solo me dejó una nota, la misma que dejaría al teniente pero a mí me explicaría.

“El vacío de la vulgaridad y la tragedia de la genialidad” No olvides nunca que solo hay dos opciones. Cuando Pablo te tire lejos, agradécele pero del mismo modo ódialo por no haberte cuidado mejor. El mundo no es tan sencillo, sobre todo si te creen simple fantasía.

No lo sé Pablo, Débora pudo decirme eso porque al menos alcanzó la luz de los amaneceres quiteños y lo que más envidia en mí despierta es que lo hizo con sus propios ojos.

¿Por qué no me pariste? Era solo cuestión de ponerme en una servilleta y decir: ella es… e hizo tal. Con eso habríamos firmado la cédula que confirmase mi existencia.
Pero no, no alcanzaste. Y no es que te reclame, pero me duele todavía cargar con esta ausencia de identidad.

No te reclamo, no te reprocho… pero Pablo, por justicia debiste ayudarme. Estuve contigo en tus amoríos, y me emocionaba sentir cómo tu corazón refulgía la pasión de Carmela.
Nunca te faltó ella, pero yo tampoco te abandoné jamás. No tuve visa ni pasaporte para dejarte, no tuve tu permiso de huida.

¿Te acuerdas cómo nos hacían muecas tus amigos escritores? Ni en esas condiciones te abandoné.

Pablo… como te empecé diciendo, tuve dos nacimientos y eso significa doble muerte. A cien años de ti, hoy llevo un cuerpo, un nombre… pero uno que me pusieron por obligación más no por voluntad como tú habrías hecho.
Pablo, yo también escribo un poco ahora. Alguien con tu muerte alimentó simultáneamente dos memorias.
Fui tu última idea, soy todavía el fallo que no va a clausurar ninguna estrofa. Soy la coma tísica que sigue encorvándose en las ventanas con este mismo borrador de olvidos.

Ay padre, nunca jugamos a ser escribanos ni escritores, solo jugamos a despertar conciencias, a amontonar injurias y coleccionar quejas y divagaciones de silencio.

¿Sabes ya por qué te escribo? Estoy a punto de volverte a ver, estoy a punto de cargar con mi mochila y salir silbando a la calle. En el fondo, el corazón me grita al salir me ha de atropellar un bus, uno interprovincial que trafique tus cuentos con mi muerte.

Estoy segura Pablo, que de este fin no paso. Los espejos no me reflejaron nunca, y tu genialidad no me reconoció. Por eso espero morirme, morir de nuevo, como el siete de enero en que nos perdimos bajo tierra.

Mi enfermedad ¿no la recuerdas? Yo fui el personaje más terrible de los que vivían contigo, fui un ser humano, al menos eso es lo único seguro que conozco de mí. Fui un ser humano que amaba la soledad y el café frío, un ser humano que respiraba tabaco y escupía rimas. ¡Qué locura Pablo, haberme querido así! No te asustaste nunca de mis sonrisas sardónicas… y es que solo tú me quisiste.

¿Me querías en verdad? Ay, perdóname Pablo por ser así de insistente, pero no llego todavía a comprender porqué no me pariste, porque me negaste la oportunidad de coquetearte en una esquina, de convidarte alcohol, de arrebatarte en tu funeral un beso.

Y es que te amo Pablo, con el incesto único de un amor enfermo.

He hablado demasiado… he escrito demasiado… ¡ay Pablo! Mejor me muero pronto para contarte lo que me falta todavía por soñar.

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