sábado, agosto 05, 2006

Para limpiar ¿te bebo de a sorbitos?

Este cuento nació de una idea loca, en el sueño del teléfono... con mi hermana Safri... y el título también se lo debo a ella y a la interminable carretera para llegar al fumadero de opio del cielo... Claro que solo se trataba de una tarde nublada... pero para nosotras, eso es más adictivo que nada.
Belén indaga su propia memoria
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Para limpiar ¿te bebo de a sorbitos?
(ganador en concurso de la UNESCO 2006, "Día del Libro y la Rosa")
Salí de aquella habitación, resignada y arrastrando mi nombre. No transcurrieron ni dos segundos hasta que su boca me disparó contra la subasta de necesidades, de nuevo.

Cuando me pidió que me fuese de allí, lo hizo con su típica expresión marchita, como siempre, como antes, como la luna cuando cruza accidentalmente la mañana.

Pidió a mi nombre que se largara de una vez y mi cuerpo que reacciona de inmediato optó por seguir su consejo. Le di la espalda con un giro tan drástico como su tono y no supe hacer otra cosa que aferrarme con las dos manos a la primera rendija que se posó entre mis ojos y el final del pasillo. Creí que eso era “irse” para él.

- Que te vayas más lejos – imperó su voz en el aire.

Nunca obedecí cuando no pronunciaban mis cinco letras de cédula, pero aquella vez algún factor extraño me obligó a hacerlo. Constato con estas líneas que yo nunca obedezco.

Seguí escaleras abajo, guiándome por la serpiente metálica, por esa barandilla oxidada que descendía hasta el primer piso, que conducía a la puerta de salida.

Yo permanecía adormitada, adherida a las siluetas hoscas, tragando polvo como si de orgullo se tratase, sintiendo a las gradas que se hundían y doblaban a medida que las iba bautizando con mi enojo.
Juro que no llegué ni a la mitad de la víbora férrea cuando escuché, de repente, el estruendo de mil jaulas abiertas y unos cientos de caballos libres.
Todas las ventanas que me iluminaban, todas retumbaron desde sus lechos; las pulgas y mis sombras salieron corriendo tras la mano de un agujero de luz que penetraba un vidrio roto.

Fue un disparo. Fue un suicidio. Fue un error. Fue una proeza. Fue un adelanto. Fue una novela. Fue él (por fin hallé la respuesta a tiempo).

Escondiendo mi corazón bajo una angustia palpitante, eché la carrera de vuelta a la habitación de la que había sido despedida. Apenas alcancé la puerta, me detuve temerosa bajo el dintel.
Todo estaba en su sitio: la misma imagen me miraba sobre la cama, el mismo envoltorio azul en las almohadas, el mismo frío, la misma opacidad, la misma pared descascarada pernoctando. Solo me faltaba el detalle más ilustre de todo ese desorden: él.

Asomé la cabeza lentamente y con cada centímetro que avanzaba, más se notaba como la circulación sanguínea ejercía presión excesiva sobre mis globos oculares. La ansiedad, el miedo y la desesperación se fueron como un grito cuando pude constatar qué había sucedido.

¡Qué alivio! ¡Qué fácil es respondernos cuando ya verifican nuestros ojos las consecuencias! Admito que mi imaginación es frágil y mientras duraba el tiempo de la duda, aparecieron ante mí miles de imágenes obscenas. Pero no, nada de lo que pensé era cierto.

Estaba allí, como un trapo, con las piernas flojas como símbolos matemáticos, una junto a la otra, su rostro estaba amoratado y gozaba de una sonrisa sardónica peculiar e inmóvil. Todos sus músculos se hallaban en el estado más tieso que jamás supimos tener los vivos.
Sus manos agonizantes se contraían y dilataban dando la impresión de querer aprisionar el dolor que soportaban.
Analicé por un momento que sus brazos lucían como una balanza que pesaba, con un lado el techo y con el otro el arma.

Incliné mi espalda hasta la posición máxima que soporté, luego doblando mis rodillas, me le acerqué y le pregunté sonriendo si tenía idea de lo que había hecho.

- Ahora sí estás en problemas – agregué.

Sus ojos y sus cuencas deprimidas miraban al techo inquieto de noticias o señales externas.

Le pedí que se levantara. No era posible ni justo ver cómo ensuciaba todo el piso con aquella delgada capita roja oscura.

Él no dudó pues tampoco le convenía verme enojada. Se puso en pie mientras tambaleaba su cuerpo flaco y me dejaba ver, entre sus retorcidas de tronco, aquel agujero dentado que le quedó en la cabeza al lado izquierdo, mismo sitio del disparo.

Signos vitales: ninguno. Hora aproximada: hace un rato. Testigos: el muerto.

Cuando ya estaba de pie, me miró con las pupilas asentadas en otra parte y sosteniendo su sonrisa sádica y maldita, se inclinó hacia la cama apoyando sus brazos cadavéricos en el borde.

- ¡Imbécil! – grité - ¡has manchado la cobija!

Aquella mancha roja iba a tomar más que esfuerzo para que se borrase de la tela.
¡Qué descuido imperdonable!
Refregar hasta eliminar las huellas es como soplar la memoria para protestar los recuerdos.
¡Qué descuido imperdonable!

- Ahora mismo vienes a lavarte la cara y a tirar de una vez lo que sea que te quede dentro – dije firme y esperando respuesta.

Me hizo caso de inmediato sin alterar su postura ni su temple. Lo arrastré de la mano casi hasta el baño, sintiendo su peso que entonces era más ligero.
Comprendí que todo se debía a la magnitud de su hemorragia.

En el baño, lo dejé apoyado contra la puerta mientras abría la llave de agua para poder devolver a mis manos su palidez habitual.
(Su cabeza estaba recostada hacia la derecha, digo, para evitar más derramamiento.)

Miré el espejo por necesidad de reflejo. Me hallé teñida por la luz baja y verdosa, mis ojos lucían un tono anormalmente brillante; el lavabo amarillo y el jabón de ropa nos daban la ilusión de olor a limpieza.

“Lleve sus fundas de Ajax”
“Deja, el blanco más blanco”
“Omo multi-acción”

Seguía viéndonos y el reloj se detuvo de un infarto.

(La cámara aquí cambia el enfoque y gira muchas veces alrededor de nuestra imagen congelada y absurda)

Abrí entonces la llave de agua para poder devolver a mis manos su palidez de vivas, su regocijante sensación de frías.
Tomé su cuello entre mis manos salpicadas y torciéndolo suavemente hice que goteara todo aquel precioso fluido en la dirección que yo deseaba.
Inclinado así, ríos brotaban de su fuente molida a tiro; la sangre abundaba en un inicio aunque después se coaguló y del tono rojizo inicial, vivo, se fue tornando de un apetecible matiz vino.

Ahí, en ese estado de semi consciencia es cuando se me ocurrió que en lugar de desperdiciar el plasma, debería beberlo… esa idea me duró inmóvil durante la operación. Lástima que no se cumpliera.

Confieso que a ratos me incomodaba verlo tan despistado, tan ausente de sí, tan carente de él mismo. Pero bueno, ya había dejado de sangrar y eso era positivo.

De regreso, lo arrastré de la mano una vez más, pero ahora con el objetivo de que me ayudase a limpiar el piso. Yo no había disparado nada, era su sangre, no mí sangre, era su problema, no mí problema.
Me rebusqué los bolsillos y lo único que encontré fueron una bolsa plástica y una esponja, algo típico de mí, tener de todo en la ropa.

Lo hice poner de rodillas en el piso y le ofrecí la esponja y la bolsa plástica Supermaxi mientras le iba informando que él era quien iba a limpiar los cadáveres de glóbulos del piso.

Irónico, aún con la piel más morada que antes, me miró reprochando el hecho de que no lo ayudase. Lo hizo con los ojos en el vacío, con sus cuencas desinfladas.
Yo me conocía bien ese gesto de amenaza interrumpida.

Se escuchaba claramente como la esponja sorbía la hemoglobina y los parásitos.

- Ay – suspiré – si avisabas con tiempo habríamos recogido la sangre limpia para donarla.

Me enojaba que incluso en estos casos él fuese tan descomedido.

(Aquí la cámara acelera las imágenes, las transporta con fondos oceánicos y los delfines saltan sobre nuestro primer plano. Hay corales vivos en las paredes y peces de colores en la cobija sucia)

No le tomó mucho tiempo limpiar. Cuando se llenó la funda, el “Supermaxi” que la distinguía se leía claramente, por el hecho de que ahora su volumen era amplio.
Con el temblor de sus manos, sostenía el paquete que se bamboleaba como si de una bailarina gorda se tratase.

Las pulgas empezaron a arrebatar el instante y socialistas como son, armaron una cadenita larga para que las dejemos chapotear en el yaguarcocha recogido.
Yo no quería eso en un inicio porque su sangre era escasa y difícil de obtener en el mercado, sin embargo, luego recordé que él siempre quiso que las alimañas fueran felices.

Entre estas contradicciones y picazón de alergia, noté algo muy importante: cuando abrí la llave de agua para poder devolver a mis manos su palidez habitual, las lavé muy superficialmente y ahora estaban pegajosas aunque ya no tinturadas.

Me levanté del piso y fui de nuevo al baño, al lavabo amarillento. Él me siguió con su paso lento y retorcido como si le doliera una pierna o tuviera polio. Sus extremidades se encorvaban y su cuello alcanzaba a cerrarse en un íntimo anillo con su pecho.

- ¡Qué fetal te ves! – le dije burlándome.

El seguía sonriendo así que consideré que no le molestaba mi presencia ni mi trato.

El agua fluía como siempre, irrespetuosa, fachosa, irregular, pero no había opción. O me lavaba o me quedaba así.
Metí ambas manos en el agua, segura de que esta vez no iba a fracasar en mi intento, froté con suavidad mis dedos entre ellos y saqué aquel pellejo sanguíneo que se me había formado.

(Aquí la cámara va lenta, apuntando a cada uno de los movimientos de mis manos mientras se enjuagan)

De un instante a otro, por sorpresa, él me tomó de la muñeca izquierda y me apretó con una fuerza brusca y violenta, como si me hubiese querido estrangular el cuello de las manos, como si me hubiese advertido de algo, como si…

… Un estrépito mortal azotó la casa.

Fue un disparo. Fue un suicidio. Fue un error. Fue una proeza. Fue un adelanto. Fue una novela. Fue él (por fin hallé la respuesta a tiempo).

- No, no muchacha – me dijo alguien en la espalda - ¿cómo va a ser él si te está apretando la muñeca? ¿no te das cuenta?

Con esto, la fuerza que se empuñaba contra mi mano se incrementó, por primera vez di cuenta de una cámara que nos perseguía a lo largo de la cinta que grababa.

No transcurrieron ni dos segundos antes de escuchar de nuevo un ingrato sonido que revolvió hasta el estómago de las paredes hambrientas.

Pero ya no era un disparo. Ya no era la esponja. Era un grito. Una vocal alargada.

AAAAAAALAAAAAAARGAAAAAAADAAAAAAA

Como si el grito fuese una llave, una ayuda involuntaria, una necesidad de respuesta, un reclamo, su mano se abrió y me dejó libre, latiendo justo a tiempo de mi reacción siempre tardía.

Salí del baño y me quedé bajo el dintel de la puerta viendo de reojo lo que sucedía.

Era su madre, mujer delgada y colorada, vestida de amarillo empolvado, con las manos en los pómulos y una expresión escalofriante. Con dientes arrugados, con nariz hinchada, con sensación de agonía.

(Aquí la cámara hace un acercamiento a la cara de la mujer, y se aleja bruscamente. Repite este proceso violentamente hasta que al público le duelan las pupilas de tanto palpitar sucesivo)

Yo seguía mirando a la madre, su rostro era como el de la muerte, arisca y malhumorada aunque deprimida. Lentamente bajó las manos hasta el cuello, y con la mano derecha se cubrió la boca de espanto.
No fue sino en ese instante en que me percaté de que ruidos externos venían hacia nosotros, como una ráfaga de pisadas que abofetearían nuestros cuerpos y nos tumbarían contra el piso recién limpio ¡recién limpio! ¡Cuánto miedo a morir bajo los cascos oxidados de un equino!

Con interés, cambié mi vista hacia la otra puerta, a la de la entrada de la habitación, para corroborar mis sospechas sobre quién se aproximaba a esa velocidad. Me suscitaba la fantasía de alguien que venía galopando sobre la serpiente de escalera.

Era la vida. Era la muerte. Era un panteonero. Era una despedida. Pero no. Era él. Era él que venía a cerciorarse de la noticia del día.

Perpleja, sin halito ni comprensión, cabe especificar que no estaba atemorizada sino confundida.
Volteé lentamente mi cara y noté que él ya no estaba más allí. No sonreía, ni estaba morado. Ya no estaba muerto sino vivo y frente a mí.

Indiscreto. Ignorante. Palpitante. Agotado.

La duda ya era un estorbo a esas alturas, así que sin más preámbulos me acerqué a los dos individuos que se hallaban en torno al sitio del piso en donde se había disparado él minutos atrás.

Ya no estaba su cuerpo como me habría gustado imaginar. Él no se duplicó ni regresó a su sitio póstumo.

En su lugar estaba yo allí, como un trapo, con las piernas flojas como símbolos matemáticos, una junto a la otra, mi rostro estaba amoratado y gozaba de una sonrisa sardónica peculiar e inmóvil. Todos mis músculos se hallaban en el estado más tieso que jamás supimos tener los vivos.
Mis manos agonizantes se contraían y dilataban dando la impresión de querer aprisionar el dolor que soportaban.

Me recosté sobre la puerta del baño de nuevo y muy analíticamente concluí que mis brazos lucían como una balanza que pesaba, con un lado el techo y con el otro el arma.

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